Anoche, en la alfombra roja de la Berlinale mientras Pierce Brosnan y Ewan McGregor acudían a la presentación del estreno de ‘The ghost writer’, todos teníamos en mente la gran ausencia, Roman Polanski, que seguro estaba delante del televisor en su mansión de Gstaad, donde permanece bajo arresto domiciliario por un antigua denuncia en EEUU de abuso de menores y desde donde dio los últimos retoques a su película antes de enviarla al certamen.
En ‘The ghost writer’ Polanski adapta una ingeniosa novela de Robert Harris, un thriller político en el que todos conocemos la identidad de los protagonistas, aunque lógicamente se les haya cambiado el nombre y el autor repita que su obra sólo pertenece a la ficción. En ella, un negro de la escritura firma un suculento contrato con una editorial para reescribir las memorias del ex primer ministro de Inglaterra, ya que la persona que había comenzado ese trabajo aparentemente se ha suicidado. La trama se complica porque el político es acusado por un tribunal de derechos humanos de haber colaborado con la CIA después del 11-S secuestrando, torturando y matando a varios ciudadanos ingleses con ascendencia asiática.
Con argumento tan sugerente, Polanski construye una intriga ágil y maliciosa, cáustica y escéptica, con suspense inteligentemente mantenido, muy bien interpretada. No te remite a las señas de identidad más poderosas de su universo, pero sí es un impecable trabajo artesanal, un entretenimiento más que digno, realizado por un director para el que narrar con la cámara ya no tiene secretos.
La otra película presentada ayer a competición, ‘Howl’ (‘Aullido’), de los directores Rob Epstein y Jeffrey Friedman, mezcla documental, ficción y fantasía animada en un plomizo análisis de texto sobre la obra cumbre del poeta Allen Ginsberg.