Ken Loach, el director de cine más comprometido con la lucha social en uno de los países con más conciencia de clase del planeta Tierra, tiene el enorme mérito de haberse mantenido fiel a sus principios durante los cuarenta años largos de carrera que lleva. Evolucionando desde un realismo documental altamente dramático y reivindicativo (como su ‘Cathy Come Home’, programa para la BBC que esencialmente creó el docudrama, con su mezcla de imágenes de actualidad del grave problema social inglés durante los sesenta y narración subjetiva que aportaba la parte más sentimental), cuyo modelo, con variaciones de estilo principalmente, ha ido aplicando a lo largo de su filmografía, uno podría pensar que a estas alturas ya tendería al agotamiento.
Sin embargo, con la edad se tiene más perspectiva de las cosas, y sobre todo a partir de los noventa el director inglés ha ido incorporando (últimamente en conjunción con el guionista Paul Laverty) un cierto tono cómico que intenta dejar atrás el desgarrado realismo desesperanzado de sus inicios. Aquí, tras el conflicto social siempre habrá una esperanza de cambio, al presentarnos unos personajes que nunca caen en el ridículo y que siguen consiguiendo emocionarnos (de acuerdo con la idea de Loach de “presentar la vida íntima para que nos imaginemos la dimensión política y social del momento”).
En este sentido, ‘La parte de los ángeles’ es un puro viaje hacia la esperanza, si entendemos esta “parte” como el pedacito de tarta que les toca a los protagonistas del film, desarraigados entre la justicia y el crimen (especialmente el actor principal, un Paul Brannigan primerizo descubierto por Laverty en un centro social). ¿Y en qué consiste esta parte?.
Pues en el robo de un whisky incunable, una salvación alcohólica para las tristes vidas de nuestros protagonistas, productos de una mala sociedad. Así, el filme parece celebrar el robo como una puerta hacia una vida más dinámica, sea o no más de acorde con el statu quo, al menos sí más personal. Si nos encontráramos ante una película dramática, quizás podríamos censurar las acciones delictivas (aunque altamente cómicas: que roben con una falda escocesa elimina cualquier género de duda), pero en este heist film atípico todo está dirigido a que entendamos el robo.
Entendido como una forma de unir a los solitarios protagonistas, como modo de moverles a realizar una acción conjunta que les permita seguir adelante, el robo ocupa principalmente la segunda parte del film, que es la que más risas reporta. La primera mitad de la película, por el contrario, nos muestra la culpa que pesa sobre los hombros de Robbie (Paul Brannigan), a través de unos terroríficos flashbacks-testimonio de una de sus víctimas del pasado, y nos hace viajar por los lugares comunes de Ken Loach (tribunales, trabajo social, hospitales, la vida de la calle…) si bien no llegando a cansar, sí haciéndonos preguntarnos por qué un film tan poco innovador y tradicional (no supone ninguna novedad en la carrera del cineasta británico) fue galardonado con el Premio del Jurado en Cannes.
En definitiva, nos encontramos ante una película que propone la revolución cómica y dinámica como salida al torbellino del problema social, ante un asalto a sonrisa armada en el que no cabe esperar más víctimas que los propios atracadores, estos seres cotidianos e inestables a los que Loach nos ha hecho ir acostumbrándonos a lo largo de su carrera.