De vez en cuando (y cada vez más frecuentemente) de ese estado cambiante, multidisciplinar y posmoderno en el que se encuentra el documental (dividido, entre muchas otras tendencias, entre el clásico filme de “gente que habla”, las experiencias surrealistas del cine alternativo y algunas propuestas con más invención personal que otra cosa) surge alguna película que, explotando al máximo los recursos que ofrece la realidad (sobre todo, un testimonio mil veces más creíble –cruel realidad- que el del mejor actor del mundo en el mejor de los guiones) elabora además un discurso creativo personal de carácter cinematográfico que utiliza (honestamente) esta realidad para transmitir algo que va más allá de la mera exposición de hechos. Se trata de películas que siguen la tradición del docudrama: combinar el material real con algunas “reinterpretaciones” creativas que aporten un componente poético que renueve los códigos del documental clásico.
El truco, el interés particular, de “El Impostor” (pues todo el filme no es más que eso, un engaño a muchos niveles para los personajes y el espectador, orquestado magistralmente por el documentalista británico Bart Layton, que se ha llevado un merecidísimo BAFTA por su trabajo) consiste en cómo se encauza su peregrina historia, aprovechando recursos cinematográficos más propios del cine de género (thriller, suspense o incluso terror), para llevar al espectador por donde le da la gana. Maniobra-espejo que emula a la de su protagonista, un francés de 23 años que se hizo pasar por un niño desaparecido de 16, mudándose con la familia de éste desde España hasta Estados Unidos.
Contándonos de manera (aparentemente) cronológica todos los avatares referentes a esta loca equivocación, “El Impostor” va combinando, mediante un montaje veloz que por ocasiones consigue distraernos del absurdo de los hechos, testimonios reales de las personas implicadas (brillante que el narrador no sea otro que el timador, que intenta ponernos de su lado con una terrorífica sonrisa) y reinterpretaciones, imbuidas de una estética totalmente cinematográfica, de los hechos que se van narrando. Estas dos capas se va entrelazando de manera muy efectiva, elaborándose poco a poco una historia que por momentos es documental y por momentos casi una ficción con entrevistas.
Así, según vamos avanzando entre recuerdos oscuros y revelaciones cada vez más sorprendentes, la combinación de imagen y música nos lleva del cine social al thriller, del drama al terror, a medida que la historia deriva hacia una trama puramente detectivesca (al estilo del también genial “Capturing the Friedmans”) y empezamos a sospechar de todos los personajes, acumulándose las líneas narrativas en un truculento desenlace. Se trata, pues, de apoyar la realidad con elementos artificiosos; una maniobra que los puristas del documental quizás no acepten, pero que a nosotros nos parece magistral del mismo modo que Truman Capote convirtió en literatura lo que podía haber sido un mero reportaje periodístico, al narrar poéticamente el asesinato de la familia Clutter en “A Sangre Fría”.
Funcionando también como un ensayo acerca del poder distorsionador de la realidad que posee nuestra mente (la de los personajes, la de nosotros según vamos descubriendo lo que de verdad sucedió), “El Impostor” acaba revelándose como uno de esos documentales con “spoiler”, que van mostrando sus cartas poco a poco, y de los que es mejor saber lo menos posible para poder disfrutarlos (de manera similar al ganador del Oscar “Searching For Sugar Man”; categoría en la que no se nominó, injustamente, al filme que ahora tenemos entre manos).
Se trata, en definitiva, de un valiente documental de género que explora, como tantos otros actualmente, las permeables barreras que separan la realidad y la ficción.
Una crítica de cine de Ricardo Jornet.
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