Desde el espectacular Festival de cine fantástico y de terror de Sitges nos llega la primera crónica, con las Críticas de «Grand piano» y Upstream color».
En su edición de este año, el Festival de Sitges ha decidido centrarse en la exploración de las “nuevas manifestaciones del mal”. Y esto, aunque no seamos supersticiosos, se ha dejado sentir en la primera jornada tanto para bien, programándose varias propuestas que sitúan al maligno en nuevos territorios, como para mal, amaneciendo un día nublado que a muchos hacía presagiar un inicio de festival pasado por agua.
Todavía un poco descolocados por haber acabado de llegar a este lugar donde el terror es religión y se mezclan desde invitados como Terry Gilliam hasta nuevos talentos desconocidos del gore más extremo, vimos “Grand Piano”, nueva apuesta patria por el suspense rodado en inglés, y “Upstream Color”, segunda pieza (¡tras nueve años!) de ese talento de bajo presupuesto que es Shane Carruth.
El alicantino Eugenio Mira, que ya desde su debut en la dirección con “The Birthday” ha venido demostrando un fuerte poder estético respaldado por algunas producciones de habla inglesa (¡pero españolas!), entrega en “Grand Piano” una pieza de suspense creciente cuyos logros en la dirección son apabullantes, pero que acusa un guión progresivamente tramposo que hace que el asunto se desinfle en los últimos compases. Así, el filme funciona como una especie de ampliación exploratoria, temática y formalmente, de la escena última de “El hombre que sabía demasiado” hitchcockiano: de allí extrae la tensa y controladísima planificación propia del mago del suspense y también una invitación al argumento.
En una trama con ecos también del cine de Brian de Palma (el asesino voyeur y controlador, un poco disimulado gusto por el color rojo), el pianista interpretado por Elijah Wood (que no hace falta repetir que en este tipo de papeles crispados y medio indefensos suele bordarlo) se ve obligado a ejecutar sin ningún fallo una pieza casi imposible en un concierto multitudinario, dado que si yerra un enigmático francotirador se cargará a su esposa.
Mira juega a la tensión de una manera por momentos brillante, descomponiendo el piano con una planificación frenética y por lo tanto fracturando la cabeza de su protagonista en decenas de facetas, planos que parecen sobrevolar como pájaros de mal agüero al atribulado pianista. Toda la parte media de la película, en la que las amenazas del asesino van acumulándose y asistimos (espectadores voyeur en complicidad con el francotirador, la audiencia de dentro de la película sin enterarse de lo que está pasando) al debate del protagonista-marioneta sobre qué hacer a continuación, es puro lenguaje cinematográfico y un prodigio de la dirección. Contribuye también a esto el excelente montaje sincopado, que siguiendo el ritmo de la música en pantalla (elemento esencial, perpetrado también por el propio Mira), crea efectos alternativamente tensos e hilarantes.
Lamentablemente, esta tensión sostenida, esta pieza de relojería perfectamente engrasada, acaba por revelar sus mecanismos en la última parte del filme, evolucionando la historia del suspense hitchcockiano al thriller tramposo al no querer extender el misterio sino hacerlo reventar, enfrentándose finalmente Wood al chantajista en un cara a cara poco convincente (por cierto, atentos a la cara del chantajista en cuestión). La producción de Rodrigo Cortes se deja sentir sobre todo en la elaboración multifacética y frenética del relato, pero si en su “Buried” el final era tan devastador que era el único adecuado, aquí el happy ending se nos antoja insulso. Igual que el pianista se veía incapaz de terminar correctamente los cuatro últimos compases de su pieza imposible, tocando una tecla en falso, “Grand Piano” se pierde en su final; suerte que esto no desmerezca al resto del conjunto.
También de marionetas nos habla “Upstream Color”, pero de un tipo sustancialmente distinto. La nueva película de Shane Carruth (ingeniero, y cerebral encargado de la minimalista “Primer”) no se aleja del todo de la ciencia-ficción pero la aborda desde una perspectiva humanista con un núcleo temático potente pero inasible, centrado en asuntos como el significado de la vida humana, la existencia (o no) del libre albedrío o reflexiones acerca de la naturaleza y las ramificaciones del amor.
Suena pretencioso, y en parte Carruth juega a eso, pero su película acumula tantos logros (narrativos y visuales) que sentimos que se lo podemos perdonar.
De sentir, en cualquier caso, va el filme (mezcla improbable del Cronenberg parasitario, en sus primeros compases, y del Malick trascendentalista, en su tramo final), cuya trama es sencilla pero está tan complejamente narrada y se nos dosifica tan poéticamente que el espectador se perderá en sus meandros narrativos y estéticos, ambiguos y poderosos. En esencia, Carruth nos habla del parásito (unos extraños gusanos blancos) como fuente de enfermedad; una enfermedad que tiene que ver sobre todo con la pérdida de la identidad personal entendida como libre albedrío (y aquí empiezan las metáforas: el filme tiene múltiples lecturas), y que se curará, en última instancia, al encontrar la pareja protagonista su libertad. Aunque la sinopsis podría ser más específica (y sin duda la película no deja de invitar a ello en algunas ocasiones), ante un relato tan lírico sólo podemos proponer sus líneas generales, para que cada uno construya el resto en su cabeza.
Así, Carruth ha decidido construir un contrapunto a su cerebral “Primer”, siendo “Upstream Color” una película que apela a los sentidos para empezar y ya posteriormente va introduciendo también la razón (la cita literaria, explicitada en el leitmotiv de “Walden”, libro de Thoureau que aparece a lo largo de la película y que nos recuerda que la “desobediencia civil” que propugnaba su autor tiene mucho que ver con la búsqueda de la libertad personal que propone Carruth).
Estas ideas serán la espina dorsal de un filme complejo, una justificación intelectual a un proceso emocional y primario, esa comunión con el mundo que parecen alcanzar finalmente sus protagonistas, diluidos en un azul que parece apelar, simultáneamente, al cielo y al agua. Igual que Lovecraft, incapaz de definir exactamente los contornos de su “horror cósmico”, titulaba sus relatos de formas tan sugerentes como “El color que vino del espacio”, Carruth decide dotar a su relato de un nombre igualmente enigmático, un color corriente arriba, que, al igual que le pasaba a Lovecraft, parece demostrar la incapacidad de abarcar con meras palabras esa dimensión transcendental a la que apela el filme.
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