Aaron Paul protagoniza la adaptación cinematográfica de la saga de carreras virtuales más vendida de la historia, Need for Speed. El resultado es una mera excusa para poder enseñar lo que, en palabras del director, más les interesaba: coches de alto voltaje, carreteras y ciudades míticas y persecuciones explosivas.
Hace ya tiempo que se hizo una distinción entre dos tipos de cineasta: los autores y los artesanos. A grandes rasgos, los primeros serían aquellos que, mediante el dominio de la técnica y un conocimiento profundo del medio cinematográfico (estética y éticamente), pueden usar sus películas para transmitir ideas profundas que van más allá del mero entretenimiento. Los artesanos, por otro lado, reúnen muchas de las características de los autores con la diferencia de que, para ellos, primero está el trabajo bien hecho y segundo lo intelectual, lo innovador, lo original estética o argumentalmente. Son gente que hace filmes entretenidos para un público, en general, menos exigente que los usuarios de las filmotecas, y con el que se identifica gran parte del grueso de la población.
Scott Waugh, director de «Need for Speed», es sin duda un artesano: curtido en la preparación de peligrosas escenas de acción, utiliza su película para enseñarnos una serie de set pieces explosivas, protagonizadas por una variedad espectacular de coches de carreras, en las que las explosiones, los saltos al vacío y las vueltas de campana son el pan de cada día. El argumento, en fin, es una mera excusa, y narra la traición que sufre un joven mecánico y piloto de carreras ilegales (Aaron Paul) a manos de un malvado magnate del motor (loco Dominic Cooper), tras la cual tomará venganza teniendo que atravesar, cómo no, un montón de persecuciones peligrosísimas a todo trapo.
Y es por ello que cuesta ser objetivo a la hora de analizar un filme como «Need for Speed», que crea una lógica interna en la que las carreras mortales toman el control de la historia y el desarrollo de los personajes (ninguno de ellos original) queda reducido a una historia de venganza con ecos de un Shakespeare de ir por casa; pero que consigue crear de manera prístina esta lógica interna y no pretende hacer nada más que eso: entretener, entretener y entretener. Es, en fin, como un gran motor de carreras: ofrece la enorme potencia que uno esperaría de él pero que nadie espere que empiecen a componerse versos sobre un gran motor de carreras.
Y sin embargo, la saga rival «Fast and Furious», que parte de lugares muy similares a aquellos propuestos por este filme (persecuciones de coches, chicas guapas, villanos sin alma) tiene la virtud de haberse tomado tan poco en serio que con el tiempo ha adquirido un tono ligero en el cual tienen cabida las más diferentes y alocadas vicisitudes; no hacen poesía de un motor, pero al menos consiguen captar nuestra atención con un trasfondo cómico que se superpone, con bastante éxito, a las persecuciones, auténtica razón de ser de este tipo de cine. «Need for Speed» falla en este apartado y es por ello que la película acaba teniendo interés sólo en el plano técnico: las carreras, que han omitido totalmente el uso de efectos especiales, son lo único que brilla en un filme por lo demás insulso.
Los actores, en cualquier caso, no ensucian el conjunto y componen unos personajes mecánicos (no podría ser de otra forma dado el carácter homogéneo del guión) pero al menos lo hacen bien (y la chica, Imogen Poots, consigue escapar un poquito del trozo de carne escotado al que nos tienen acostumbrados); por momentos Aaron Paul parece un Jesse Pinkman desubicado, pero suponemos que es porque la fuerte mitología que rodea a su personaje en «Breaking Bad» es muy difícil que no acabe llenando en el inconsciente del espectador los huecos de un personaje tan plano como el que le ha tocado interpretar en este filme.