Antena 3 se alía con una productora televisiva para perpetrar una película mediocre en la que un perro millonario aprenderá el valor de la amistad; en efecto, el título del filme ya resume gran parte de lo que uno puede esperar encontrar en él, y ni siquiera ofrece nada nuevo ni interesante al público infantil, su destinatario.
Al empezar la crítica de un producto de estas características, uno siente la tentación de citar a Bazin y en concreto a su distinción entre dos tipos de cine para niños; aquel que trata a los infantes como robots estúpidos a los que se puede tener contentos con una mezcla de didactismo barato y product placement astuto, y aquel otro, con el que podríamos identificar a la gente de Pixar o al Spielberg más infantil, que indaga en el mundo de la infancia respetándolo y aceptando sus abismos, comprendiendo que incluso los niños tienen una parte oscura y es casi necesario conocerla al crear una película dirigida a ellos.
Pero estas sutilezas empalidecen al lado de una película tan tópica y acomodada como «Pancho, el perro millonario»; perteneciente, eso sí y de lleno, a la primera categoría de las citadas arriba, el filme estira hasta la extenuación (uno se pregunta sin parar a quién se le ocurrió semejante chorrada) el chistecito del perro habilidoso que protagonizó algunos anuncios de la Lotería hace unos años. Todo suena banal y, exceptuando algunos detalles, la película recurre al humor más simplón y a las evoluciones dramáticas más cartonianas que uno recuerda haber visto en mucho tiempo en la gran pantalla.
Podría uno decir que esto es cine familiar, que es evidente que los perros no pueden ser millonarios, que más vale tomarse estas cosas a cachondeo. Pero me siento en la obligación de defender un cierto tipo de cine infantil que en las últimas décadas ha demostrado que, en ese sutil equilibrio entre risa y llanto que es la infancia, hay profundidades a las que tanto los niños como los adultos pueden asomarse (y disfrutar con ellas), contribuyendo a una mejor valoración de público y crítica de productos por lo general ninguneados por parte de la crítica académica clásica. La última de ellas, la única «Los Croods», que debería ser registrada inmediatamente como monumento al progreso de la Humanidad. Que valga este apunte para demostrar que no soy, precisamente, un comentarista parcial.
Pero es que «Pancho, el perro millonario» combina casi magistralmente una trama entre casposa y surrealista (un perro millonario deberá enfrentarse a, sorpresa, otro millonario que quiere hacerse con su fortuna, a grandes rasgos) con unas actuaciones por lo general reguleras (Patricia Conde parece haberse quedado a vivir en el anuncio de Tampax, Iván Massagué tontifica todo aquello que pisa, pero cumple; se salvan Secun de la Rosa y Alex O’Dogherty como villanos torpes), una realización torpe y casi más propia de la televisión que del cine (Tom Fernández, asiduo de «Siete Vidas», dilapida lo poco que consiguió con su simpática «La Torre de Suso») y, en general, la sensación de que en este filme nadie ha puesto cariño, aunque sí muchas ganas de sacar un buen pico.
Los padres, pues, suspirarán de aburrimiento mientras sus hijos se entregan (lamentablemente, el filme llega a funcionar, aunque sea como mínimo común denominador de lo que le puede gustar a un niño) a un entretenimiento repetitivo, casposo e imbuido de una lógica comercial verdaderamente triste. El cine español, en ocasiones perdido y en algunas otras felizmente encontrado consigo mismo, ha tendido a imitar algunos modelos estadounidenses de éxito, con la intención de crear industria. Bravo por otras iniciativas («Tadeo Jones» o «Zipi y Zape y el club de la canica», sin ir más lejos) pero no por «Pancho, el perro millonario», que en todo caso pretende crear una industria estúpida, cuyo mayor referente quizás sea esa obra maestra del humor canino llamada «Un chihuahua en Beverly Hills».
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