En este especial, comparamos las dos versiones de una de las historias más memorables de un siglo de cine, aquella que consagró a Hitchcock como uno de los directores vivos más importantes del momento.
Efectivamente, y aunque la segunda de ellas ha pasado con más pena que gloria por el imaginario colectivo, los acontecimientos que rodean a la ladrona Marion Crane y a su fatídico final en el Motel Bates cimentaron a Hitchcock como uno de los más grandes cineastas de la Historia. Quizás fue esta condición de intocable del séptimo arte lo que hizo que muchos se llevaran las manos a la cabeza cuando el semi-enfant terrible de Hollywood Gus Van Sant, que ya había triunfado tanto en los circuitos independientes («Mi Idaho Privado», por ejemplo) como en las grandes producciones llenas de estrellas («El indomable Will Hunting») decidió hacer un remake.
El resultado, en fin, no pudo ser más sorprendente, al salir del asunto uno de los remakes más atípicos que se recuerdan, precisamente por su pura condición de remake: Van Sant copió el filme de Hitchcock plano por plano, literalmente. Los que se habían llevado las manos a la cabeza ya no se las quitaron de allí, horrorizados ante tal atrocidad, y en general el filme fue un fracaso de taquilla y de crítica. Hoy, casi veinte años más tarde, hemos conseguido una cierta distancia y podemos observar esta rara avis del remake sin el sesgo de indignación que la rodeó en su momento.
Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960)
Hay algo que ondula entre las imágenes de la obra maestra del mago del suspense, y es una fuerza maligna y primigenia que el cineasta inglés parecía haber buscado desde los inicios de su carrera, un impulso asesino por el que siempre se interesó (odiaba lo mediocre, lo cotidianamente anodino, y prefería sustituirlo por sus tramas de asesinato perfecto, de crimen internacional tan inverosímiles como realistas en su propia esfera particular); «Psicosis» es la quintaesencia de uno de los grandes cineastas del siglo XX, y si el que está leyendo no la ha visto, debería dejar esta web inmediatamente y correr a llenarse los ojos con sus imágenes. Uno podría pasarse horas glosando sus virtudes y su equilibrio entre forma y contenido, pero es mejor que el filme hable por sí solo.
En efecto, el impacto del filme en su momento fue brutal e inesperado, como brutales e inesperadas eran las cosas que sucedían en la historia: con un estilo depurado pero salvaje y rugoso, heredado de sus experiencias en la televisión, Hitchcock rodó una pequeña joya que se sostiene en un guión sorprendente (matando a la supuesta protagonista a mitad de película, ofreciendo uno de los giros finales más memorables de la gran pantalla) y en una realización sencillamente perfecta, por su total equilibrio entre virtuosismo y entrega a la historia (la emblemática escena de la ducha, la muerte del policía cayendo las escaleras, auténticos prodigios de la dirección). Si alguna vez el cine ha mirado de frente al mal, es en el final de «Psicosis», en el que el perturbado Norman Bates es madre e hijo a la vez, interpelando al espectador que ha asistido, con un placer culpable, a sus temibles fechorías.
Psicosis (Psycho, Gus Van Sant, 1998)
Norman Bates ya no es Anthony Perkins, sino Vince Vaughn. Difícil pronunciar esta frase en voz alta sin acabarla con una mueca de desaprobación: Van Sant se jugó muchas cosas cuando decidió adaptar el filme de Hitchcock, y en vez de cubrirse las espaldas intentando hacer lo que la gente esperaba que hiciese (es decir, intentar adaptar estúpidamente una película clásica a tiempos modernos, añadiendo muchos cambios que seguro irían a peor) fue y les dio un bofetón a todos, yendo más allá de lo esperado al coger plano por plano el original y emularlo, esta vez en color.
Así pues, las diferencias entre el original y esta versión son escasas, y quizás este era el experimento que le interesaba a Van Sant, provocador donde los haya. No intentaba atraer a grandes masas de público a las salas con su nueva versión, sino investigar qué es lo que sucede (en la pantalla y en las mentes de los que la miran) cuando un modelo de puesta en escena se traslada, literalmente, a la actualidad. Y lo que sucede no es bonito: su filme, aun siendo un calco, carece de esa esencia maligna del original y queda más como un experimento de videoarte que como obra cinematográfica sólida.
Hay que reconocerle, pues, el mérito a Van Sant de realizar este experimento cultural a tan gran escala, pero más allá de eso no hay mucho que reconocer. Su remake es un fracaso desafortunado a años luz del original, como una fotocopia de mala calidad. El «Psicosis» de Hitchcock respiraba maestría porque el cineasta británico estaba empapado en cada uno de sus fotogramas, imbuido y enamorado de las historias criminales como ningún director más lo ha conseguido jamás; Van Sant se toma su remake como un homenaje personal y el subtexto de frialdad del original acaba por ocupar toda la pantalla, que ya no hierve con la pulsión asesina sino que parece un plato de comida preparada recién calentado en el microondas.
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