Pawel Pawlikowski consigue que los nombres de Bresson o Dreyer se paseen por tu cabeza mientras contemplas sus magnéticas imágenes.
La belleza austera, desnuda, mostrada con la perplejidad que provocan las ideas sencillas. No hay aderezos ni florituras. La verdad mostrada con un contrastado y hermoso blanco y negro.
Ida, de Pawel Pawlikowski, es un compendio hermosísimo de imágenes que consiguen cautivar tu atención, que te envuelven, que hipnotizan tu mirada y te agarran al rostro, silencioso y pueril, de la joven novicia que debe enfrentarse a los votos que la unirán irremediablemente a Dios.
En los curiosos y fascinantes encuadres propuestos por el director, la protagonista aparece casi siempre en la parte inferior (derecha o izquierda) de la imagen, enfatizando la presencia constante de lo celestial; como si la joven no fuera más que la personificación de un deseo superior, de una imagen reflejada por la divinidad.
En las escenas de vida monástica, en los encuadres del rostro de la joven actriz vemos la presencia del cine de Dreyer o de Bergman. Esa pureza del cine antiguo, del que se hacía antes, del que atendía cada uno de los detalles dramatúrgicos, que creía en la capacidad narradora y lingüística del séptimo arte. Que confiaba en ser arte.
El cine de Pawlikowski no tiene complejos en parecer provecto, lo busca incluso hasta conseguir en Ida que esta regresión estilística haga a su película moderna y provocadora.
Mujer sumida al poder de Dios, postrada en su imagen, a sus pies visualmente, la joven Ida deberá empezar a vivir antes de entregarse a su amo y señor. Magistrales son cada uno de los encuadres, de la luz, de la austeridad explícita de la vida en el monasterio. Belleza casi mística.
Y la joven Ida, la que no ha vivido, la que está al servicio de un ser superior, tendrá que encontrarse con la vida, representada en esa tía alcoholizada, promiscua y abandonada que le enseñará sus orígenes y la crueldad del ser humano. Hay que conocer la vida y la mezquindad de ésta para decidir. Vida y dolor frente a ingenuidad y pureza. ¿Somos como la joven huérfana o como la vieja tía abatida? O ambas cosas a la vez, o nos vamos transformando de lo nuevo a lo podrido.
Ida nos muestra el contraste entre la vida vivida y la pensada, entre el deseo de servir a Dios o enfangarse en una vida tan arbitraria y tan dura. Vivir para decidir o decidir no vivir.
En el rostro de Ida vemos el cine con voluntad de ser arte, la austeridad de Bresson y el misticismo de Dreyer.
Cine de antes, cine puro. Cine en mayúsculas. De lo mejor del 2014.
Lo mejor: La voluntad de hacer un cine a la antigua usanza, que cuida sus imágenes como el orfebre sus piedras preciosas.
Lo peor: Que no se llegue a ver esta fascinante rara avis.
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