Mikel Rueda ofrece ciertos destellos de ternura tras el discutible puzzle en el que ha convertido su historia de amor/amistad entre dos jóvenes
Crítica de A Escondidas.
Resulta encomiable querer enfangarse en terrenos tan resbaladizos como la inmigración irregular, los centros de menores, la homosexualidad (supuesta) en una cultura tan esquiva como la musulmana, el mundo de droga o el despertar a tu auténtica sexualidad en un contexto masculino (o machista) que te subyuga. Lo es y Mikel Rueda lo hace en A Escondidas. Superficialmente, con cuatro apuntes, algunos de ellos obvios, pero se ensucia. Bien.
En A Escondidas nos encontramos ante una historia de amor/amistad entre un joven magrebí y un chico de Bilbao. Ambos iniciando su vida. Uno despertando su sexualidad desde el confort adolescente de la casa de los padres, el otro buscándose literalmente el pan y tratando de sobrevivir en una sociedad arisca ante los recién llegados. Historia de amor/amistad y utilizo siempre este binomio porque parece interesado Rueda en que no nos quede claro del todo si los dos tienen tendencias homosexuales. El chico de Bilbao está claro, el magrebí no tanto. Pero se quieren, de una forma o de otra. Como rescate, afirmación o despertar, los dos chicos se sienten atraídos. La opción del director de evitar lo explícito es respetable, como todas las decisiones que toma un creador, nos gusten o no. No sé si es falta de valentía o deseo de omitir pero cierta fisicidad se echa de menos.
Ahora vamos a cómo narra la historia. Parece Rueda tener claro que su historia puede verse como «de manual»: amor/amistad gay en un contexto adverso con el peligro de que se acabe todo antes incluso de que empiece. Y decide, para evitar que A Escondidas sea otra película más, fraccionar la narración con un continuo ir y venir temporal, partiendo escenas y ofreciéndolas poco a poco, desordenadas, para configurar el puzzle final. La decisión es discutible, como mínimo.
Sí, la película tiene un punto de peculiaridad por esta actitud dramatúrgica pero esto comporta perder cosas. Entre ellas, la emoción. El amor/amistad cuando crece, emociona. Y aquí no crece. No nos deja el director. Parones y acelerones que no permiten apreciar bien cómo vive su homosexualidad escondida el joven vasco, cómo va a evolucionar su relación con su amigo íntimo, cómo y qué siente el chico marroquí ante su amigo/amante, qué hay en el interior de las casas de estos chicos que han escapado de su país: soledad, tristeza, desamparo, represión, dudas. ¿Qué hay? Lo vemos a destellos, no lo podemos paladear.
Y pese a ello, en los destellos vemos momentos de una ternura limpia, nueva. Comprobamos que Mikel Rueda tiene la sensibilidad necesaria para lograr la emoción: los ojos empañados del amigo del joven español, el abrazo en las vías del tren, la mirada en la ventana en clase. Cuando vemos estos instantes nos preguntamos por qué el director no nos ha dejado en A Escondidas disfrutar más de eso, de algo tan cenital como es la emoción, apostando por una narración convencional.
Hay ternura bajo el puzzle. Rueda tiene futuro aunque su cierta impostura, su deseo de no ser corriente, le haya amputado la emoción que es capaz extraer con su (en esta película) sensibilidad escondida.
Lo mejor: Cierta verdad en algunos instantes emocionales
Lo peor: Que la película se oculta en su propio mecanismo