Así que esta última crónica de Sitges 2015 es un poco como un cajón de sastre que incluye las películas asombrosas e inclasificables.
La etiqueta “cine de autor” es un poco delicada ya que al final cualquier película, por mucho que sea un encargo corporativo, tiene trazos propios de la personalidad de los artistas, técnicos y productores que conforman el equipo, cosa que también es autoría. La mayoría de las que ya hemos hablado en anteriores crónicas también son cine de autor, y más teniendo en cuenta que la mayoría han sido producidas por estudios independientes o son proyectos sacados adelante gracias al empeño de su director.
Así que esta última crónica de Sitges 2015 es un poco como un cajón de sastre que incluye las películas asombrosas e inclasificables, aquellas que es prácticamente imposible enmarcarlas dentro de un género o una tendencia.
A su vez son películas muy especiales, atrevidas, ambiciosas y marcadas con el sello inconfundible de sus autores. ¡Vamos con ellas!
The Role o capas de ficción
Atención a la triple pirueta que hace Konstantin Lopushansky: en la película, un actor decide interpretar el papel mayor papel de la historia, usurpando la identidad de un líder revolucionario soviético, presuntamente fallecido, que resulta ser un doble suyo. Sobre la forma de contarlo, el director apuesta por retratar esta ficción (la asimilación del rol por parte del protagonista) dentro de la realidad (la de la trama de la película) dentro de la ficción (la propia película) a través de imágenes que interpelan a prácticamente toda la historia del cine, como si fuera una destilación definitiva del séptimo arte. Y lo sorprendente es que el resultado no solo tiene sentido, sino que ofrece una experiencia extraordinaria al mostrar tres capas de ficción y realidad asimilándose mutuamente, en perfecta cohesión.
La vida influye al arte del mismo modo que el arte influye a la vida, y The Role es la viva representación de esta máxima. El relato de la película es el de un hombre cuya meta es dejarse la vida sirviendo a su arte, defendiéndolo hasta las máximas consecuencias, del mismo modo que Lopushansky se entrega con toda el alma en cada detalle de esta película que ha tardado más de 6 años en hacer posible.
Se nota en la precisión de la planificación técnica (fotografía, movimientos de cámara, diseño de producción, etc.) y en la rigurosidad de la dirección de actores. Y el regalo es magnífico: conceptualmente parece impensable concentrar con tan un gusto tan exquisito y tanto criterio el cine de John Ford, de Kurosawa, de De Sica, de Murnau, de Truffaut, de Eisenstein, de Pasolini, de Von Stroheim, de Gance, de Dreyer y de tantos otros; pero sobre todavía es más increíble cómo pasa de uno a otro tan solo moviendo la cámara.
Jamás me ha gustado la expresión “puro cine”, pero realmente no se me ocurre otra mejor para calificar esta obra catedralicia cuya experiencia no tiene sentido si no se vive dentro de una sala de cine.
Youth o herederos del tiempo
Habría que pasar algo muy grande para que Paolo Sorrentino no sea recordado, desde ahora y hasta el fin de los tiempos, como el director de La Gran Belleza. La oscarizada película es de estas obras que marcan tanto su autor como la percepción que el público tiene de él, y más cuando todas las miradas están puestas en “la siguiente película”.
Youth no es La Gran Belleza, ni lo pretende, pero en ella sí que hay una herencia genética que se revela en muchos aspectos y que pone a una distancia abismal un autor que ya parecía haber alcanzado la madurez con Il Divo (2009). Sorrentino ha pasado de ser un erudito para filmar una tragicomedia limítrofe con la moralidad a descubrir que su cine de imágenes excéntricas y personajes taciturnos es perfecto para definir conceptos tan volátiles como son la Belleza o la Juventud.
Al igual que en su anterior película, otra vez, Youth explora el significado (y el valor) término a través de la suma de individualidades grotescas. En un espacio exento de cualquier experiencia vital posible (un balneario –lugar idóneo por no hacer nada– de Suiza –el país más aburrido del mundo–), la cámara de Sorrentino se mueve como una intrusa entre los inquilinos que, voluntariamente, han dejado su vida aparcada en otro lugar.
Youth se aproxima al concepto de la Juventud como cualidad cuyo valor solo se puede medir en pasado, cuando ya es una época que ha quedado atrás. La presencia de Maradona, antaño Dios del fútbol, triste y violentamente embestida por el tiempo y los excesos, es la imagen definitiva de la duda (que no tesis, en esta ocasión) que fundamenta la película: ¿la juventud es un estado físico o un estado de ánimo y, sobre todo, es la vejez una amenaza?
El catálogo de opciones (cáusticas, trágicas, irónicas, vitales…) que plantea la película durante sus dos primeros tercios es amplio, pero es en el tramo final cuando sucede la epifanía y aparece la gran belleza que Sorrentino fingió que era incapaz de encontrar.
High Rise o la caída de la sociedad moderna
Desde que ganó el Méliès de Plata en 2011 con Kill List (su ópera prima), el británico Ben Wheatley no ha faltado nunca a su cita con el Festival de Sitges, donde es esperado por los asiduos con los brazos abiertos de par en par. Cineasta sorprendentemente versátil, ha demostrado moverse por diferentes géneros y estilos con gran eficiencia, siendo uno de los directores con una evolución más asombrosa dentro del panorama europeo actual.
Ya sea a través del thriller (Kill List), la comedia negra (Sightseers) o las aventuras (con la marciana A Field in England), Ben Wheatley ha dejado su impronta como autor interesado en las respuestas de la psique humana dentro de contextos sociales asfixiantes, motivo por el cual sus protagonistas siempre son anomalías dentro de un entorno rígido en valores éticos y morales.
Por esta razón, el hecho de que se haya atrevido a versionar a un autor tan sarcástico y demoledor con los mecanismos sociales como Ballard, es un atractivo añadido para esperar con ansias una película tan extrema como High Rise.
Extrema en un sentido positivo. Si bien la sutileza del discurso no es su principal virtud (el ecosistema del rascacielos como metáfora de la sociedad moderna), la riqueza en matices y simbolismos de la película es memorable. Sin embargo, es todo un hito ver como el trabajo de dirección de Wheatley evoluciona tanto dentro de la misma película. De los primeros pasajes que parecen versionar a Jaques Tati en Playtime, con el hombre desconcertado interactuando con un espacio que no comprende, hasta el grotesco tercio final que parece sacado de La Gran Comilona de Buñuel (y su relato sobre el hombre apresado por su propia tendencia al exceso); High Rise es una auténtica exhibición de un director en pleno control de su arte.
Love o el sexo mató al amor
Con Nymphomaniac, Lars Von Trier quiso dar la campanada elevando el cine porno, género abanderado de la producción masiva para un consumo inmediato, a la categoría de cine de autor con casi 5 horas de película y una reflexión concienzuda sobre lo carnal y lo espiritual, lo íntimo y lo social del sexo.
Gaspar Noé, cineasta etiquetado de controvertido por la rudeza y la dudosa moral con la que retrata los instintos primarios del ser humano, no ha querido ser menos y también ha querido trascender el valor cuantitativo del porno para contar la crónica de una relación de pareja a través de sus relaciones sexuales. Y lo hace en sus términos (y en riguroso 3D), mostrando el sexo como el único punto de encuentro entre dos antagonistas con una relación tóxica en todos los demás aspectos.
Lo más interesante de Love es como, por acumulación, Noé hace su oda al sexo y a su poderoso magnetismo para unir a las personas, a pesar de todo lo demás. Sin embargo, su evolución dramática poco más que improvisada (el guión de la película, de más de dos horas, tenía ocho páginas) hacen que Love, a pesar de su capacidad de despertar fascinación, caiga víctima de su propio realismo y no vaya más allá de cualquier experiencia vivida –sin llegar a extremos– en las propias carnes. Y que la carnalidad perdure ante las emociones en vez de ser un catalizador para generarlas es una premisa demasiado atrevida que empobrece el valor trascendental de su obra de arte, que no llega a la altura de otras propuestas más ambiciosas intelectualmente (aunque, seamos justos, menos virtuosas en cuanto a ejecución) como la magnífica 9 Songs o la mencionada Nymphomaniac.
Le Tout Nouveau Testament u otro mundo es posible
Si una cosa se le debe reconocer a Jaco Van Dormael es su extraordinaria capacidad para indagar en las emociones más íntimas con un estilo más propio de un autor que en sus películas prioriza la vistosidad de la forma. Le Tout Noveau Testament es ante todo una película descaradamente humanista, con una mirada especialmente sensible por el ser humano como criatura consciente y crítica con la realidad que le rodea.
“Dios existe y vive en Bruselas” es un titular con gancho comercial, sí, pero es irrelevante ante lo que busca Van Dormael: regalar una epifanía esperanzadora para todo hombre y mujer que se sienta un extraño en el mundo que vive. En su primer tramo, una versión caricaturesca del Génesis, frivoliza con las bases mismas de toda institución social que hace estallar en la primera catarsis de la película, cuando la hija de Dios manda por SMS a toda la humanidad una cuenta atrás con el tiempo que a cada uno le resta de vida.
Es a partir de este momento en el que parece que la vida deja de tener significado que todo fluye y empieza esta construcción de una nueva realidad posible en la que el Dios Salvaje ha desaparecido y el ser humano realmente importa.
Su único “pero” es que en su tramo final, a diferencia de Mr.Nobody, Le Tout Noveau Testament se expande y no es capaz de contraerse, lo cual resulta incluso contradictorio con su discurso humanista; aunque a todas luces tampoco empaña un relato positivo y positivista de bella factura y momentos brillantes.
Anomalisa o el melancólico Kauffman
Los universos oníricos de Charlie Kauffman acostumbran a ser proyecciones de una realidad desencajada por la propia perspectiva de sus protagonistas. La tendencia al surrealismo, además de la armónica convivencia entre comedia y drama, el cine de Kauffman (principalmente como guionista) versa sobre la crisis de identidad del individuo, pero también sobre la crisis de identidad del individuo respecto al mundo que le rodea.
Anomalisa lleva esta idea hacia su versión más desangelada. Kauffman sublima hasta el límite su expresionismo visual, reduce la comedia a instantes puntuales de sonrisa incómoda y ofrece su película más íntima, melancólica y madura. En ella, un hombre de mediana edad intenta huir desesperadamente de la Monotonía, en mayúsculas, como gran concepto que parece orquestar el mundo y la gente que le rodea.
La animación es extraordinaria tanto por su tremendo realismo como por su capacidad de transformarse en un teatro de marionetas en un abrir y cerrar de ojos. Tal nivel detalle técnico está acompañado, también, por una dirección que pone en valor cada instante de la película, que es capaz de poner en valor el vacuo paso del tiempo o de dotar de una vitalidad emocional absoluta la mejor escena de sexo que se ha visto en el cine en mucho tiempo.
The Thief and the Cobbler o el prodigio de la animación artesana
Dejo para el final la última película vista en Sitges 2015 por una razón. Siempre me ha gustado escoger bien lo último que veo porque al final es la película que marca el recuerdo del festival y, en este caso, quería que fuera la un film tan especial como The Thief and the Cobbler, programada en la siempre estimulante sección de Sitges Clàssics.
The Thief and the Cobbler es una película de animación completamente dibujada y pintada a mano, de la mano del artista y animador Richard Williams. Es de estas obras catedralicias que por su ambición y las leyendas tras su compleja producción se convierten en el proyecto definitivo de una carrera y de toda una vida.
El film empezó a forjarse en 1968 y no se estrenó hasta 1992, cuando después de cambiar dos veces de estudio, Williams perdió los derechos de la película. Ésta se terminó a marchas forzadas y se estrenó sin demasiado éxito, puesto que por aquel entonces Disney ya había llevado la animación a un nuevo nivel con La Bella y la Bestia. Nos quedamos, lamentablemente, con una obra de arte perdida en el olvido hasta ahora.
Como cuenta el propio Richard Williams, la versión proyectada en Sitges no es la película tal y como tenía que ser, sino la película tal como era, para él, en 1992. La magia que acompaña esta magnífica pieza de animación es que el montaje está completo con esbozos, viñetas incompletas y pruebas de color de aquel entonces.
Seguimos sin haber visto la versión definitiva de The Thief and the Cobbler, pero la oportunidad de ver esta pieza de pura imaginería visual de confección artesana y trabajada con un amor absoluto es el mejor colofón que uno podía esperar de Sitges 2015.