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Una ópera prima que no deja indiferente que con su calidez y sobriedad, sobrecoge con una sencillez narrativa que agolpa al mismo tiempo impotencia, dolor, fortaleza y amor en muchos aspectos, pero sobre todo en lo emocional.
Verano 1993 (Estiu 1993), es esa experiencia temprana que con delicadeza, y sin dejar de lado lo negativo, se cuenta con sencillez, con naturalidad.
Los ojos de la infancia son el reflejo y espejo de la verdad, de la humanidad, la que hay y la que no, de la experiencia agolpada en el corazón a toques de experiencias que forjarán lo venidero con posibles cicatrices en el alma que darán paso a cada personalidad.
Frida tiene seis años y este será su primer verano, el de 1993, separada de su familia más cercana, sus abuelos y su madre que acaba de fallecer. Ahora alejada de sus días de referencia, con sus tíos que serán sus tutores, tendrá que ver la vida bajo otros colores y adaptarse a las pérdidas. Un verano de duelo, una estación de nuevas vivencias.
Hay herencias y herencias comportamientos y comportamientos, que duelen y marcan. No podemos pretender que los más pequeños no sean crueles si los adultos no hacen lo propio. Aquí ese mimetismo no es por los niños si no por aquéllas personas que trasmiten incomprensión e intolerancia ante dependiendo que temas.
La incultura y falta de información crea el recelo y la homofobia, por una situación creada por la experiencia e inexperiencia al mismo tiempo, y por los avatares de la vida. Eso es lo que la directora Carla Simón ha expresado tanto en su faceta de guionista y de directora, pero además volcando su corazón en cada detalle ya que ella misma es la niña que vivió lo sucedido.
Una ópera prima que no deja indiferente que con su calidez y sobriedad, sobrecoge con una sencillez narrativa que agolpa al mismo tiempo impotencia, dolor, fortaleza y amor en muchos aspectos, pero sobre todo en lo emocional.
Verano 1993 (Estiu 1993), es esa experiencia temprana que con delicadeza, y sin dejar de lado lo negativo, se cuenta con sencillez, con naturalidad y la propia verdad de una historia real que muchos habrán podido vivir y esconden y que la propia directora sufrió y llevó a sus espaldas en su día.
Ahora con el tiempo, ella misma recrea sus días, felices o no, de esa edad tan importante para crearse un mundo interior para soportar el exterior. No se ha quedado en lo superficial, ha dibujado todo, lo bueno y lo malo, de los que estuvieron a su alrededor y de ella misma.
En la cinta los silencios son tan importantes como los diálogos, esos semblantes enseñan el interior de cada uno, y lo que llevan acarreando en el tiempo. El desarrollo es lento, pero necesario, para comprender poco a poco con pequeños detalles lo importante del afecto y delicadeza necesario en la infancia y ante todo la tolerancia del mundo exterior al que uno se puede crear como coraza existencial.
Lo que no se nombra es tan importante como lo que no se habla, haciendo que el espectador cree su propia visión de la historia y de cada personaje, siendo cada uno imprescindible para el desarrollo de la protagonista.
Impresionante la interpretación de las dos niñas, que te hipnotizan y embaucan desde la primera toma, son expresión pura y dura, sus miradas trasmiten como nadie en la película. Hacen un ejercicio de comprensión recíproco, que es una lección de vida, incluso con la crueldad de la palabra y los actos de ambas.
Como todo se dibuja con naturalidad y sencillez, el marco que recoge los hechos, la familia y la naturaleza visual, son dos elementos primordiales para entender el mensaje nada superficial, profundizando en los aires de libertad de la persona y de la comprensión parte de los demás.
Hay un juicio a la sociedad y sus prejuicios, pero no un examen austero e inquisitivo, si no expositivo y a libre interpretación del espectador.