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La prodigiosa interpretación del animal protagonista es lo más destacable de un largometraje con poco que contar.
Hay películas que tienen en una idea curiosa su razón de ser. Quizá lo peor sea que muchas de ellas, especialmente algunas vinculadas al cine fantástico y de terror, deciden estirarla en exceso sin aportar demasiado al punto de partida más o menos original. Es el caso de Good boy, debut en el largometraje del estadounidense Ben Leonberg.
Al joven realizador hay que reconocerle el mérito de mostrar todo el largometraje a través de los ojos de un can, incluso situando la cámara a su altura para ponernos en su piel. A la vez, el cineasta ha logrado sacar lo mejor de su mascota en un rodaje que se ha prolongado más de tres años. A todo ello hay que añadir la expresividad de Indy, que así se llama el perro en la vida real y la ficción.
Sin embargo, ahí se quedan los hallazgos de esta cinta de escaso presupuesto. Leonberg desarrolla una confusa narración que tiene lugar en una antigua casa en el campo donde aparecen extrañas entidades maléficas que solamente puede ver el animalillo. Sin embargo, ni la inclusión de sueños del perrito consigue animar un tanto el metraje. Poco sabemos de su dueño enfermo o del abuelo de este último, en el que parece radicar el origen de las entidades paranormales que rodean la casa.
Aparte de Indy, no hay ni un otro personaje verdaderamente importante y la supuesta amenaza está mal esbozada. Ni siquiera la inclusión de una figura del terror independiente como Larry Fasseden acaba aportando mucho a un conjunto bastante endeble.
Eso sí, la película parece poner en duda la famosa frase de Alfred Hitchcock: «Nunca trabajes con niños ni con animales». Lástima que Ben Leonberg no logre una película lo suficientemente potente para rebatir al maestro del suspense, a pesar de la estupenda interpretación del simpático y expresivo Indy.