Puntuación:
Una película que tras su apariencia de entretenimiento esconde una dura crítica al país de las barras y estrellas.
Paul Thomas Anderson es, sin ninguna duda, uno de los mejores y más personales directores del cine norteamericano actual. Pocos pueden presumir de tener en su carrera títulos del calibre de Magnolia, Pozos de ambición o El hilo invisible. A pesar de su prestigio y trabajar con grandes estrellas, entre sus obras no se encuentra ningún blockbuster que haya roto taquillas. Quizá porque sus películas evitan ser productos de fácil digestión y pretenden hacer pensar al espectador, además de ofrecerle una experiencia de alto valor cinematográfico. Una batalla tras otra, versión libre de la novela Vineland, ofrece en apariencia un frenético thriller salpicado de humor a mayor gloria de Leonardo DiCaprio. Sin embargo, tras su apariencia más comercial y accesible, se oculta una más que envenenada crítica a los Estados Unidos de la era Trump, aunque el polémico político no sea nombrado ninguna vez.
La película nos muestra las acciones de un particular grupo armado revolucionario, comandado por una mujer afroamericana (Teyana Taylor) y un tipo blanco (DiCaprio), que se encarga de sabotear todo aquello que consideran injusto en la sociedad americana. Les sigue de cerca un militar (Sean Penn) que, pese a personificar los valores de la derecha estadounidense, se siente atraído por la líder negra de este particular grupo.
Anderson y sus coguionistas plasman los vaivenes de esta banda y su particular némesis a través de los años con las traiciones, las frecuentes detenciones y las no menos rocambolescas liberaciones. Todo ello con un ritmo endiablado y una factura técnica impecable.
No obstante, sin remarcar demasiado su mensaje, Una batalla tras otra nos enseña un país donde las autoridades juegan bastante más sucio que aquellos que llaman criminales por defender los derechos de los más débiles, fundamentalmente los inmigrantes. Detrás de las aparentemente respetables clases altas que regentan el poder, se encuentran verdaderos terroristas inhumanos y capaces de matar sin cargos de conciencia, además de salir indemnes de todos sus delitos. Su retrato puede parecer exagerado, pero no lo es tanto si tenemos en cuenta la arbitrariedad que Trump ha mostrado en los primeros meses de su segundo mandato como presidente del país de las barras y estrellas.
La postura eminentemente punk de la película queda patente en la imagen de una mujer embarazada, símbolo habitual de la ternura, disparando enfurecida con una metralleta. Sin ninguna duda, pocas cintas de más de cien millones de presupuesto han mostrado una actitud tan antisistema.
Anderson dirige los actores con primor, aunque teniendo en cuenta que sus interpretaciones son deliberadamente exageradas. DiCaprio retrata perfectamente a un revolucionario colgado con puntos en común con El Nota de El gran Lebowski, mientras que Taylor imprime fiereza y sensualidad a su líder guerrillera. Mención aparte merece un Sean Penn que reúne todos los pecados del hombre americano intransigente y con doble moral.
Quizá no sea la mejor película de Thomas Anderson, pero sí una de las cintas más arriesgadas que ha salido de una major en décadas.