Resumiendo mucho, Los Miserables es la crónica de una transición social, política y personal a través del encuentro entre dos generaciones. La primera (la de Jean Valjean, el inspector Javert, Fantine y los taberneros Thénardier) es una generación marcada por la miseria material y moral que ha sucumbido al odio, mientras que la segunda (la de Cosette, Marius, Enjolras y Éponine) es reconducida por la confraternización y es capaz de luchar por la vida mejor anhelada por sus antecesores. Centrándose en el discurso íntimo y en la itinerancia del vasto número de protagonistas, el Magnus Opus de Victor Hugo extrapola las epopeyas individuales al conjunto de la sociedad francesa del siglo XIX e hilvana una de las novelas políticas más importantes de todos los tiempos.
Con el paso del texto prosaico al lírico guión cinematográfico, la historia pierde buena parte de los fundamentos revolucionarios (ya muy diezmados en su adaptación teatral) porque el director británico reduce Los Miserables a la quintaesencia del melodrama, dando como resultado una película extraordinariamente intensa pero muy poco densa en el apartado ideológico. Es una lástima porque esta era la gran oportunidad de resucitar el cine grande –a nivel temático, de historia y de producción– que abanderan películas como Cleopatra, Lawrence de Arabia o El Último Emperador. Nada más lejos. Siendo fiel a su estilo, Tom Hooper se enfrenta a la adaptación manteniendo la esencia del mensaje de la novela –que el sacrificio individual y la lucha colectiva pueden hacer de los sueños realidad–, pero desde unas inquietudes puramente artísticas que levanta sobre los dos pilares fundamentales de su cine: la dirección artística y las interpretaciones.
Haber gravado las canciones en directo durante el rodaje supone una exigencia sobre los actores es especialmente radical, quienes están constantemente sometidos a una dictadura del primer plano, sin apenas cortes. El riesgo (y la dificultad) que supone una realización de estas características le resta espectacularidad al film, pero gana en emotividad gracias a la excelencia que alcanzan los actores, especialmente Hugh Jackman, Eddie Redmayne y una inolvidable Anne Hathaway.
Los musicales, por definición, se desarrollan en un espacio que traslada la realidad a una representación de corte onírico, pero la veracidad que arroja el portentoso trabajo del reparto protagonista logra que la película se mueva sinuosamente entre el realismo épico y la pura teatralidad. En este sentido, el gran mérito de Tom Hooper es haber encontrado el balance idóneo para hacer de su adaptación de Los Miserables un oxímoron fílmico en el que pueden convivir una reproducción fidedigna de las calles de París con interiores burtonianos sin provocar una dislocación perceptiva y, sobre todo, sin perderse en la abstracción.
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