Nos despedimos hasta el próximo año del Festival de cine fantástico y de terror de Sitges 2013. Analizamos «Jodorowsky’s Dune», «Big bad Wolves» y «V/H/S 2».
El festival de Sitges se despide hasta el año que viene; los vampiros vuelven a sus ataúdes (o a donde sea que vuelven los vampiros en el siglo XXI) y nosotros volvemos a nuestra cama para empezar un sueño que esperamos igual de reparador que el de los chupasangres.
Con las pupilas dilatadas por el espectáculo cinematográfico tan variado y extenso al que hemos asistido los últimos días del festival, os traemos las últimas crónicas, las del jueves 17 y el viernes 18.
En la recta final de la traca de cine fantástico pudimos asombrarnos con la capacidad creativa (y espiritual) de un grande del siglo XX como Alejandro Jodorowsky (que presentaba su nueva película, “La danza de la realidad”, y era objeto del documental muy apropiadamente llamado “Jodorowsky’s Dune”); asistir al cine de autor bizarro que propone “Les rencontres d’après minuit”; ver la ya bautizada por el ilustrísimo Tarantino como “mejor película del año”, “Big Bad Wolves”; y asistir al recital gamberro y genial de la delirante “V/H/S 2”. No por nada tenemos tantas ganas de dormir, aunque se esperen pesadillas.
“Jodorowsky’s Dune” relata, de manera clásica y sencilla (pero hermosamente adornada), una verdadera odisea que pondrá los dientes largos a una envidiable variedad de colectivos: empezando por los seguidores de Jodorowsky, los de Frank Herbert o la ciencia ficción en general, y acabando por casi cualquier cinéfilo con corazón que seguro que se emocionará con este retrato del intento de rodaje de la que su director bautizó como “la película que cambiaría el mundo”. Así, el filme es la crónica de un naufragio, una especie de intento de asir un sueño inasible, un relato cronológico de los intentos de Jodorowsky, allá por los lisérgicos setenta, de adaptar a la gran pantalla “Dune”, la épica novela de ciencia-ficción escrita por Frank Herbert.
El documental tiene el mérito, reconozcámoslo, de haber encontrado un tema tan interesante que podríamos estar horas y horas hablando sobre él: de cómo Jodorowsky se empeñó (y consiguió) reclutar a una serie de “guerreros” que conseguirían sacar el proyecto adelante, tales como el dibujante de cómics Moebius, el artista H.R. Giger (que luego se haría famoso, no lo olvidemos, con el diseño del xenomorfo de “Alien”), Orson Welles, Salvador Dalí o Mick Jagger (estos tres últimos simplemente en calidad de actores).
Las anécdotas que van revelando los personajes (en especial el propio Jodorowsky, meridiano a la hora de ir narrando todos los acontecimientos) son apasionantes y poco menos que se van superando unas a otras en cuanto a inverosimilitud; todo esto es magnífico pero fuera de haber sabido encontrarlo, el cineasta Frank Pavich no explora mucho más.
Así, el documental acaba siendo meramente el gran relato de una historia imaginada, un intento de atravesar la puerta del fracaso para intentar vislumbrar cómo habría sido este proyecto soñado en caso de que Hollywood hubiera decidido quitarse ese velo al que alude Jodorowsky, produciendo el filme. “Jodorowsky’s Dune” emociona, sorprende y eleva un interesante comentario, aunque sea indirecto, acerca de la frialdad de los procesos administrativos de la meca del cine; virtudes que es difícil hallar en muchas películas actuales y que convierten la propuesta en algo interesante, pero que quizás podría haberse arriesgado un poco más.
Un riesgo que precisamente se suele atribuir a la cinematografía del señor Jodorowsky, que ha sabido equilibrar como ningún otro en algunos de sus filmes un ácido comentario político y social con una reflexión de tipo más trascendental, que lo acaba convirtiendo en una especie de gurú que no cree en un Dios concreto, sino en la unión de todos ellos. Sus películas, pues, siempre han estado animadas de un contenido filosófico-espiritual, muy new age, que las convierte en poco menos que en pequeñas “palabras de Dios”, biblias cinematográficas que exponen el pensamiento de Jodorowsky mediante historias concretas que funcionan como parábolas modernas. Aunque no se puede negar la pretenciosidad de todo esto, la creatividad y el poder estético del chileno siempre se imponían a las partes vacías del discurso, entregándonos obras que hay que ver para creer (por citar alguna, “La montaña sagrada” o “Fando y Lis”).
En “La danza de la realidad” vuelve a aparecer, tras más de una década de silencio, todo este imaginario metafórico, articulando una historia que es, obviamente, parte crítica social, parte reflexión trascendente, parte autobiografía de la infancia imaginada del cineasta y parte (sobre todo en relación con los recuerdos de Jodorowsky) explosión estética y metafórica en la que encontramos imprevisibles tsunamis, madres e hijos que bailan desnudos y pintados de negro, mujeres que sólo son capaces de hablar cantando. Así, el filme funciona muy bien durante su primera hora (digámoslo también: es excesivamente largo, pasando de las dos horas), cuando se centra en la visión imaginativa, entre salvaje y tierna, de la infancia del director: los conflictos con su padre, aunque simplificados, son potentes y tienen el aroma a tierra que otros filmes de Jodorowsky nos sugerían; como una especie de “Amarcord” – relato de infancia manchado con la fantasía que genera el distanciamiento – situado en el Chile de principios de siglo.
Es cuando el director decide centrarse en la odisea de renacimiento político-espiritual de su padre cuando la película empieza a perder fuelle: la fantasía deja paso a una realidad por momentos tediosa que va atrapando al personaje hasta, obviamente, hacerle comprender que toda su vida había vivido una mentira. Así, todo surge de manera demasiado obvia, demasiado evidente para el espectador que quiera pensar un poco más, mientras Jodorowsky se propone alternativamente presentar su discurso filosófico y rendirle un homenaje a la historia chilena. O salva su alma o salva su país, y el filme se hunde intentando hacer las dos cosas a la vez.
“Les rencontres d’apres minuit”, bajo su pátina de oda hipster al sexo (digámoslo ya: aparecen un pene desproporcionadamente grande, una sirvienta travesti y una masturbación femenina con resultados poco menos que explosivos), esconde una actualización interesante, y mucho menos macabra, del “Salò” de Pasolini, inspirado también a su vez en los “Cuentos de Canterbury” de Chaucer (incluso un inesperado giro medieval dentro del filme va en esta dirección): unos viajeros que no se conocen entre sí (en este caso, viajeros del sexo que han quedado para organizar una orgía que, sorpresa, no va a tener lugar frente a la cámara) relatan sus respectivas historias personales mediante flashbacks con un innegable poder estético, que aúnan experiencias y sueños para crear una dimensión onírica entre la fantasía y la realidad. Lo que se dice pronto.
En síntesis, el filme (el primero de Yann González, hermano de uno de los miembros del excelente grupo M83, que aportan la potentísima banda sonora) supera el mero culto por la imagen que se suele atribuir a este tipo de producciones, sin rumbo en el mar entre lo in y la falta de personalidad, con unas actuaciones excelentes y un gusto por lo estético innegable para ser una ópera prima. Así, la historia no se pierde (y podría hacerlo, y en ocasiones incluso parece que vaya a hacerlo) en la debacle sexual que sugiere, importando, a fin de cuentas, más la poesía que la carne. Aunque en ocasiones de demasiadas vueltas alrededor de esta poesía y el aroma de lo pretencioso flote de vez en cuando, al despedirse (o no) los personajes, enfrentados a un amanecer en la campiña francesa, uno no puede por menos que emocionarse un poquito.
Con los ojos ya inyectados en sangre, acudimos a ver “Big Bad Wolves”. Y no sabemos si será por nuestro cansancio, porque ya empezamos a confundir a los buenos con los malos o porque las expectativas estaban demasiado altas, pero la película no llega a convencernos del todo. Así, el filme narra una historia clásica de venganza, cuando un presunto pederasta y asesino de niñas se convierte en la diana de tiro (literalmente) de uno de los padres de las víctimas; a un inicio evocador sigue una película más bien cruda y de dirección eficaz pero bastante blanca, que propone crueldades pero no llega a cumplirlas del todo.
La película se moverá más por las coordenadas de un cierto humor negro adobado con algunos giros de guión interesantes que por ese camino que algunos le han intentado marcar, el de “cuento de hadas macabro” (anda que no queda bien como frase promocional), camino que transitaba mucho mejor (y más salvajemente) la recomendable “Hard Candy”; una música estruendosa pero eficaz (difícil no sobresaltarse con la potencia de su sección de cuerda) y una poco disimulada crítica al inacabable conflicto palestino-israelí completan un filme irregular, que combina con más pena que gloria la sangre y la sonrisa. En esta ocasión, mejor no fiarse de Tarantino (cuyos truculentos gustos están, aunque a muchos les sorprenda, por lo general alejados de los del gran público).
Y si a “Big Bad Wolves” le falta valor, “V/H/S 2” podría enfrentarse ella sola a un ejército de críticos ceñudos, que saldría airosa. Construida sobre el pulp, sobre aquellos relatos explosivos, cargados de imágenes inverosímiles pero ¡ay!, geniales, que encontrábamos en revistas como la “Creepy”, pero también con referencias alocadas e insólitas a las obras de gente tan alocada e insólita como Lovecraft (sí, sale un pulpo-demonio-toro, y sale de dentro de una mujer), esta segunda entrega de la antología (cuatro historias found footage rodadas por cuatro jóvenes promesas del cine de género) no quiere ya escarbar hasta el fondo en el metafórico plato del subgénero de la cámara en mano: directamente coge una escopeta y revienta el plato, ignorando las sutilezas para entregar un espectáculo del cual salimos todos con las manos doloridas de tanto aplaudir.
Así, el found footage es más que nunca un pretexto para explorar (¡en la misma película!) el mundo de los fantasmas, los zombies, las sectas infernales-pieza magistral- y las abducciones extraterrestres; básicamente lo mismo que intenta hacer la formalista “American Horror Story”, pero con muchísima más mala leche y muchísima menos calidad estética y técnica. Aunque, sinceramente, se nos antoja innecesaria: “V/H/S 2” es un festín pop, sin ataduras, que proclamamos de visionado obligatorio para todos aquellos que entiendan el género como algo que debe verse entre amigos, con un par de cervezas encima y olvidando ideas preconcebidas.
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