El mejor momento de ‘Hitchcock’ (o, al menos, el momento que transmite en mayor medida algo intransmisible como es la enorme genialidad del mago del suspense) es aquel en el que su protagonista disfruta dirigiendo, sólo para nosotros, los gritos de los espectadores que se enfrentan por primera vez a la escena de la ducha de ‘Psicosis’.
Desde nuestra privilegiada posición de voyeur (detrás de esa “cámara que se dedica a observar” que tanto intrigaba al cineasta inglés) le vemos convertido en algo que muchas veces hemos intuido que se escondía tras su reconocible silueta: el niño más poderoso del mundo, con sus muñecos sustituidos por algunos de los actores más importantes de la historia, sus invenciones encauzadas por la mayor maquinaria artística que se haya visto jamás (es decir, la industria hollywoodiense del clasicismo) y la mirada de sus atentos padres sublimada en la de los millones de personas que se han visto atrapados alguna vez por sus películas. Un niño que, simple y llanamente, se recrea en los gritos de su público, dirigiéndolos con precisión como si de un director de orquesta loco se tratara.
Baste con esto para evidenciar el altísimo interés que la figura de alguien como Hitchcock puede suscitar (entre aficionados al cine, especialistas y, cómo no, vampiros de la cultura pop), y aún más si le pillamos en pleno proceso de creación de la que seguramente sea su película más popular, ‘Psicosis’. Que se nos mostrará (como parece sugerir el trailer del filme) los vericuetos y complicaciones del proceso artístico hitchcockiano, se indagará quizás en su lado oscuro (¿su obsesión por las mujeres rubias?), y, sobre todo, se complacerá a aquellos que desean ver la muerte de Marion, la escena en el sótano de la casa Bates o la caída del policía por las escaleras (por citar tres escenas emblemáticas) desde un nuevo punto de vista: son algunos de los puntos de la lista mental que uno se elabora antes de empezar la película. Todos ellos aparecen. Pero de una manera tan frívola que por momentos transforma la película en un telefilm.
Lo cual no significa, y lo decimos ya porque es un aspecto a reivindicar de esta por lo demás irregular película, que el trabajo de los actores sea malo; un por momentos irreconocible Anthony Hopkins, incluso abrumado por el peso (metafórico y real, no todo el mundo sabe interpretar con esas toneladas de maquillaje encima) de un personaje tan popular, consigue hacerlo suyo y casi hace que nos olvidemos de las prótesis que adornan su cara. Sus tics y expresiones, aunque obviamente extraídos directamente de la figura real, no llegan a la impostación y en el fondo de su interpretación detectamos una dignidad y cariño hacia el personaje que se explicita en los momentos en los que estalla y se dedica a comer paté directamente, o en su mente acuchilla furioso a toda aquella gente a la que no soporta. Helen Mirren, en el papel (que le ha valido diversas nominaciones) de su esposa, cumple y consigue darle un toque de carisma al previsible elemento melodramático de su personaje. Mención especial a Michael Stuhlbarg, un tipo camaleónico al que podemos ver como mafioso judío en la serie de Scorsese ‘Boardwalk Empire’ o como simpático extraterreste en ‘MIB 3’, y que aquí vuelve a demostrar que con dos expresiones faciales puede hacer que nos acordemos de él. Volvamos, ahora sí, al telefilm.
Pues el director (Sacha Gervasi, conocido por su falso documental ‘Anvil‘) es incapaz de vestir con una puesta en escena que vaya más allá de la mera continuidad argumental y fotográfica a un guión de John McLaughlin (cuyo trabajo se ha desarrollado sobre todo en la televisión, lo cual nos lleva a confirmar el tufo a biopic televisivo y poco original que destila el filme) que se complace en explicarnos los pros y los contras de la relación de Hitchcock con su esposa (y, por extensión, con un aceptable Danny Huston en el papel de guionista frustrado interesado en la señora Hitchcock), dándole a todo un tono melodramático que no acaba de llegar a ningún lado, ya que un inicio intrigante que nos presenta a un Hitchcock dividido entre su mujer y sus fantasías (papeles interpretados por unas bastante desaprovechadas Scarlett Johanson y Jessica Biel) que además dialoga, en unas escenas que también tienen bastante de pegote, con el asesino Ed Gein, acaba desapareciendo para introducirnos en esta trama pseudo-romántica entre el cineasta y su mujer, que se olvida por completo de algunas interesantes ideas introducidas en la primera parte del filme.
Si el deseo de todo fan del director es que el filme hubiera elegido el ámbito laboral (es decir, se hubiera decantado por escenas en el plató, por desarrollar la relación de Hitchcock con gente tan peculiar como Anthony Perkins, por introducir una cantidad desmesurada de referencias cinéfilas que al menos nos hubieran hecho sonreír), la realidad es que la balanza se acaba inclinando hacia el ámbito personal y todos estos elementos, aunque de algún modo presentes, acaban tratándose en un segundo plano bastante diluido.
‘Hitchcock’, pues, se contradice a sí misma y actúa como inhibidora del impulso libre y joven que tanto reclama su protagonista (que inicia un arriesgado proyecto como ‘Psicosis’ buscando la magia instantánea de sus años de cine inglés), al convertir un intenso episodio de la vida del director en una sucesión tópica de hechos de telenovela, demostrando una vez más cómo Hollywood, cuando no entiende del todo algo o a alguien (a Hitchcock, o a Welles, cuyo reconocimiento por parte de la Academia se hizo de esperar durante muchos, muchos años), la mayoría de las veces opta por fagocitarlo y acabar convirtiéndolo en un producto domesticado de fácil consumo. Las mentes cuadriculadas contra las que estos directores luchaban son las que ahora se encargan de difundir su legado. Es, como mínimo, irónico.
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