Empieza ‘Tabú’, empieza el último filme del portugués Miguel Gomes, y nos da la impresión de que se nos abre un gran libro de fantásticos cuentos de aventuras, de peripecias improbables pero no imposibles, en la mágica tierra africana. Desde algún lugar, el cuentista nato Gabriel García Márquez parece sonreír en este comienzo fantasmagórico cuyos de algún modo mudos diálogos (no temamos al oxímoron, que en esta película se pasea a sus anchas) parecen directamente extraídos de los intertítulos concisos pero poéticos del cine mudo. Hasta que llega el primer golpe, y de África nos vamos a la Lisboa contemporánea. Pero tranquilos, que ya volveremos.
Porque la película es un gran mecanismo del recuerdo, de la añoranza de otro tiempo que acaba siendo mitificado, convertido en un melodrama clásico: en la época contemporánea, la anciana Aurora hace sufrir a su vecina y a su cuidadora negra (reflejo particular del asunto de la mezcla cultural y de la responsabilidad del mundo blanco colonial frente al negro, y viceversa, uno de los ejes del filme); un hecho clave desencadenará el final de esta parte de la película y el comienzo de otra bien distinta, en la que la juventud africana de la ahora ya no tan anciana Aurora se nos muestra como una trágica historia de amor, trasunto-homenaje a otras como Memorias de África.
Así, desde el presente gris y estático (un panorama de viajes en autobús, lluvias eternas, familiares que nunca vendrán y balcones en los que parece faltar el aire), desde la realidad descafeinada del mundo actual, viajamos, gracias al recuerdo, al mundo mítico del amor, a una realidad salvaje, plena y trágica, de cámara temblorosa. La primera parte del filme contiene, como una memoria dentro de una pequeña caja con estampado de cocodrilo, el camino hacia la segunda; y al final esta realidad mítica parece acabar devorando a la primera.
Como las dos mitades exactas de uno de esos colgantes de corazón que llevan los enamorados, las dos partes tan iguales y tan distintas de Tabú parecen llamarse la una a la otra, parecen formar un corazón (de las tinieblas, podríamos añadir, siguiendo con la temática aventurera) que ahora está recubierto de óxido y hiedra pero que una vez latió con fuerza, compartido por los dos jóvenes amantes, protagonistas de una historia de amor no especialmente novedosa aunque puntuada con golpes de genio como la aparición de una banda de música completa en medio de la sabana africana, una celebración de la fiesta veraniega en la piscina allí donde el verano, para bien o para mal, no acaba nunca.
Pues Tabú no es una película, sino dos. “Aunque lo importante sea la película imaginaria que forma cada espectador en su cabeza, combinando las dos partes”, dice Gomes (en su anterior acercamiento musical, Aquel querido mes de agosto, ya había bastante de esto). Efectivamente, la particular Tabú parece llevar al extremo su condición de película-melancolía formada por dos partes (la gris historia presente de una anciana al final del camino y el relato de su juventud, tiempo de romance en las laderas del africano monte Tabú) al presentársenos en un sobrio pero hermoso blanco y negro que en la parte contemporánea puntúa la soledad de los personajes y en la africana (cuyos paisajes enrarecidos llegan a estremecer) deja entrever un homenaje a muchos otros clásicos del cine (el más evidente, el Tabú también mudo de Murnau).
Ah, pero ¿es que además es muda? Sí y no. Puesto que su primera parte está llena de palabras (palabras duras, supersticiones de vejez, rezos constantes) mientras que la segunda descansa completamente en un narrador, suspendidos los personajes africanos en el limbo de los sonidos selváticos, salvajes, el chapoteo de una piscina sucia, los envites de la pareja de amantes en la cama, el disparo seco de un revólver que pone punto final a una tragedia comenzada mucho antes, cuando los dos amantes se dedicaron a buscar formas en las nubes olvidando que aquel trágico de Hamlet ya se había reído de ello hace muchos años.
‘Tabú’ es una fantasía poética en dos movimientos, un homenaje al cine mudo que nunca llega a convertirse en un filme mudo (quizás acertando allí donde la excesivamente mimética ‘The Artist’ fallaba), una reivindicación de la materia mítica de la que está hecha nuestra memoria (y que nos permite soñar sin límites al recordar los amores y las desventuras del pasado), una muestra de que el cine europeo valiente (y valioso) está más vivo que nunca en la figura de directores no tan viejos como creemos y, por encima de todo, un intento de acercar de manera extraordinariamente hermosa universos y géneros en ocasiones tan dispares y en ocasiones tan cercanos como el drama social, el musical, la tragedia, el melodrama, las frías e impersonales paredes de hormigón del paraíso perdido en el que vivimos y las exuberantes colinas soleadas del paraíso que una vez fue el continente africano.
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