Terrence Malick siempre ha sido un cineasta revolucionario, un visionario que ya en su debut con Badlands (1973) logró sentar cátedra con mirada única de la América profunda y que posteriormente iría maravillando a crítica y público con sus trabajos que llegaban con cuenta gotas (nada menos que veinte años hubo que esperar entre Días de Cielo y La Delgada Línea Roja). Hasta que llega El Árbol de la Vida (2012), su película más ambiciosa hasta la fecha, y Malick empieza a caminar sobre la línea que separa el genio de la locura porque radicaliza su estilo hasta el punto que los matices no son posibles a la hora de calificar su obra porque si es imaginativo o desquiciado, o maestro, o pretencioso, pasa a ser juicio de cada uno.
El Árbol de la Vida, sin embargo, tiene la peculiaridad de que también es su película más personal porque materializa su tesis definitiva sobre Heidegger (cabe recordar que Malick es licenciado en filosofía) y sus teorías sobre la relación indisoluble entre lo íntimo y lo cósmico y que conciben la existencia (del individuo y del universo) como un todo. En definitiva, lo que hace que El Árbol de la Vida sea un film importante no es el éxito (o fracaso) del director en sus pretensiones, sino la magnitud del desafío que asume al querer representar a través del lenguaje cinematográfico un concepto tan abstracto como la Vida y que, pese a la dificultad, convierte el visionado de la película en toda una experiencia.
En To the Wonder Malick recorre de nuevo la misma senda, pero esta vez balanceándose entre la ostentosidad y el ridículo sin el mismo nivel de ambición. El lirismo visual/narrativo del film es indicativo de un director emborrachado de sí mismo, incapaz de alcanzar la homogeneidad entra forma y fondo que consiguió en su anterior trabajo ya que, si bien el éxtasis estético sigue siendo ley, el tema sobre el que diserta (la mecánica de las relaciones personales, el triunfo de la individualidad) no tiene el mismo valor ontológico y por tanto no resulta, ni de lejos, igual de estimulante ni significativo.
Malick embellece sin mesura sentimientos tan prosaicos y viscerales como el deseo, la desafección o el amor en su acepción más carnal con elipsis y monólogos que los actores despachan con una grandilocuencia que roza lo absurdo (especialmente un descolocado Javier Bardem), como únicas herramientas. Por esto cuando el revolucionario director, después de una inclemente rapsodia, deja de ser él mismo y decide emular al Antonioni de El Eclipse (1962) cerrando la película con una retahíla de postales de significación abstracta, uno se da cuenta de que esta vez algo ha fallado y la sensación que queda es la de vacío.
Ícaro no ha alcanzado el sol esta vez.
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