Wes Anderson pergeña su película más digerible para el que esto escribe, siempre dicho con el máximo respeto.
Crítica de El Gran Hotel Budapest.
En todo espectador cinematográfico, tenga la oportunidad o no de escribir (y con fortuna que lo lean) sobre cine, existen filias y fobias, tendencias y perspectivas, ideologías y debilidades o susceptibilidades. Tantas como cualquier persona que digiera arte. Igual que a unos atrae los retratos de Dora Carrington y a otros las bizarras creaciones de Andy Warhol. Para gustos los colores, valiéndonos del lugar común más recurrente.
Y, a veces, el cine se reduce a tener la capacidad de tragarse, de digerir, de masticar un tipo de cine u otro. A mi suele atragantárseme el cine de Wes Anderson. Lo veo con agrado, con atención hortera y regusto cutre (que tengo y no evito aceptar), pero me harta, me produce una cierta somnolencia, me hastía tanto travelling lateral, tanto pasar de habitación en habitación, esa tendencia de los personajes a caminar a toda prisa como si se tratara de un cartoon avejentado pretendidamente.
Pero, en ocasiones, salta la liebre y ese gusto preestablecido (lo que llamamos predisposición inconsciente a aceptar o rechazar un producto) se desvanece y, de golpe, te hacen gracias los travellings laterales, te divierte los saltos y repentinos giros narrativos y visuales, paladeas todo lo retro de la mirada del director y te encantan las prisas que tienen todos los protagonistas de la cinta por saltar de escena en escena.
Quizá por el regusto a cine viejo que deja la cinta, quizá por el deseo de Anderson de dejar una simiente en forma de crítica de la devastación que provocan las guerras, quizá por el homenaje a la vejez de Europa que se ejercita desde América. O por todo o quizá por otras cosas: por lo bien que está Ralph Fiennes, por la gracia de la relación paterno-filial con el botones o porque la película tiene ritmo y las justas dosis de locura e insensatez, veo el Gran Hotel Budapest y me refresca, se muestra única y especial frente a la retahila de dramas precocinados (algunos) dispuestos junto a ella en la categoría de Oscar a mejor película.
Quizá Ralph Fiennes amaba a las viejas ricas de la vieja Europa como nosotros admiramos el cine que ama ser cine y que se atreve a ser lo que quiere ser. Por ello, el Gran Hotel Budapest merece el máximo de mis respetos cinéfilos y mi agradecido disfrute como espectador.
Merece verse. Está completamente ida.
Lo mejor: La exquisitez formal del cine, a veces apelmazado, de Wes Anderson.
Lo peor: Pensar que, a lo mejor, todo es pura impostura.
Crítica de El Gran Hotel Budapest de Juan Pablo Beas.
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