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Convencional secuela de la saga iniciada en Acorralado al servicio de un crepuscular Sylvester Stallone. Recuerda por momentos a las viejas películas de acción lanzadas al mercado domésticos que llenaban las estanterías de los viejos videoclubs.
Acorralado (Rambo) fue uno de los títulos que afianzó el estrellato de Sylvester Stallone, que había conocido un éxito fulgurante con la franquicia Rocky. Basada de manera más o menos libre en el libro Primera sangre, obra de David Morrell, el largometraje del todoterreno Ted Kotcheff era un eficaz producto de acción que abordaba de nuevo el recurrente asunto de la caza del hombre. No obstante, tras el mero entretenimiento, la historia de este ex boina verde que no había encontrado su sitio tras el regreso de la Guerra del Vietnam exudaba un cariz nacionalista muy acorde con la era Reagan.

Las siguientes dos entregas aumentaron más si cabe el aire patriotero y la acción más descerebrada. Sin embargo, John Rambo, la cuarta parte, ya exhibía un tono crepuscular en consonancia con la vejez de un Stallone que se resiste a dejar de una estrella de acción, aunque ya se encuentre en plena vejez. Rambo: Last Blood refuerza más esa sensación.
El comienzo es propio de un western: el protagonista, alejado de sus batallas y acechado todavía por los fantasmas de su participación en la Guerra del Vietnam, vive tranquilamente en un rancho cuidando caballos. Una joven, a la que considera casi como si fuera hija, y su abuela son su única compañía. Sin embargo, cuando la chica acuda a México para reencontrarse con su verdadero padre y sea raptada. Será entonces cuando John Rambo vuelva a demostrar que es una máquina de matar.

La película, dirigida por Adrian Grunberg, tiene muy claro que nos encontramos ante un añejo producto de acción ochentera que podría encontrarse en las estanterías de los hoy extintos videoclubs. Los defectos son muy evidentes: villanos de una pieza, secundarios apenas esbozados y una trama de venganza escasamente original y demasiado simple. Sin embargo, también tiene algunas bondades: la acción es violentísima y eminentemente física, algo poco común en estos tiempos eminentemente falsos, y el guion va al grano sin perderse en inútiles tramas secundarias.
En el apartado interpretativo, Stallone aporta un triste laconismo a su casi inmutable rostro, mientras que los españoles Sergio Peris-Mencheta y Óscar Jaenada se divierten en sus papeles de malos de cómic. Menos suerte tiene Paz Vega, incapaz de insuflar algo de alma a su periodista con deseos de venganza.

En resumen, Rambo: Last Blood es poco más que un producto nostálgico que mantiene intacto su poso reaccionario. En esta ocasión, en lo que puede considerarse un guiño al presidente Donald Trump, México, recreado para la película en la isla de Tenerife, aparece como un particular infierno sobre la Tierra, donde reina la corrupción, el pecado y la violencia.