Muy pocos directores contemporáneos saben domar la cámara tan bien como lo hace Paul Thomas Anderson. El cineasta más parecido al joven y brillante Orson Welles que podemos recordar (siempre que no salgamos de la industria hollywoodiense), se convirtió antes de cumplir los treinta en uno de los creadores más formales y la vez más capaces de explorar el alma humana, más personales a la vez que radar de la dinámica de la sociedad analizada.
En sus casi siempre megalómanos proyectos (pensemos en tres horas, pensemos en un elenco bastante amplio de actores en un sorprendente estado de gracia), el director californiano ha venido demostrando cómo se puede hacer poesía aunque se esté sentado encima de una montaña de billetes; explotando los amplios recursos que sólo la industria del cine comercial estadounidense tiene, Anderson ha conseguido transmitir su amplia pero certera visión tan claramente que hasta parece sencillo.
No es así, en cualquier caso: viendo algunos de sus filmes (entre los cuales es verdaderamente complicado encontrar una oveja negra, a pesar de que se infravalore su genial comedia romántica «Punch-Drunk Love») nos parece estar alternativamente ante la gran novela americana, ante la poesía cínica pero hermosa de espirituales estadounidenses como Walt Whitman, ante un intento de retratar la contradictoria sociedad capitalista que inventó el McDonalds (sus orígenes en «There Will Be Blood», el lado oscuro del espectáculo en «Boogie Nights», un fresco de la comunidad que se enfrenta al Apocalipsis del alma en «Magnolia»)… en definitiva, ante la obra fascinante de uno de los genios vivos más jóvenes de nuestro mundo contemporáneo, que sabe encontrar en la belleza del paisaje americano, en sus marrones y en sus llanuras, y también en las ciudades modernas, una forma de narrar que debe algo al western, al melodrama, a la comedia… (no en vano es un director autodidacta, que aprendió leyendo libros sobre técnica y viendo películas).
En este acercamiento a los claroscuros del hombre en general y de la comunidad americana en particular, sus filmes han ido adquiriendo poco a poco un tinte más político que se hace evidente en la crítica a la lógica del petróleo en «There Will Be Blood», y que se ha querido aplicar también a su nuevo filme, «The Master».
Efectivamente, en la historia de este alcohólico y desencantado soldado de la Segunda Guerra Mundial (interpretado por un rocoso pero matizado Joaquin Phoenix) que conoce a un misterioso filósofo-líder de una secta (Philip Seymour Hoffman, invariablemente fantástico), se pueden oír ciertos ecos de esa pseudo-religión tan mediática llamada Cienciología (con varios miembros en Hollywood, asunto espinoso) y de las ¿hazañas? de su polémico fundador, L. Ron Hubbard.
Pero la película es mucho más que esto; es, sobre todo, un relato en torno a la necesidad de apoyarse en algo (aunque sea incorpóreo) en tiempos de crisis, que amargamente demuestra que al final lo que nos saca del sufrimiento no es esta ayuda semi-mágica y críptica, sino la propia voluntad de poder. Donde el protagonista de «Wise Blood», filme de John Huston que también tiende a la utilización de las geografías de la sociedad americana para explorar este tipo de espiritualidad de saldo, fracasaba (acababa ciego y muerto, estampado de frente contra el caos vital generado por una religión loca inventada por él mismo), «The Master» triunfa al permitirle a Joaquin Phoenix liberarse de este paso intermedio hacia la paz que es la secta de Seymour Hoffman, al finalmente despedirse de él. Proponiendo la creencia ciega en algo invisible como un medio para llegar a otro sitio y no como un fin en sí mismo, Thomas Anderson parece decirnos, de forma más o menos velada, que quizás hoy en día las religiones organizadas han pasado a ser poco más que enormes manuales de autoayuda muy publicitados.
No hay comentarios
Pingback: Bitacoras.com