Lo mejor que se puede decir de La Gran Belleza es que es ambición pura, una de estas películas, como El Árbol de la Vida de Malick, destinadas a fracasar con orgullo porque buscan una excelencia inalcanzable debido a que la naturaleza filosófica de los términos que manejan hace que sea imposible representarlos en toda su plenitud. Jep Gambarella (Toni Servillo), escritor frustrado y periodista indolente, cita en varias ocasiones a Flaubert y demás escritores que intentaron, sin éxito, escribir sobre la nada para recordar que el leitmotiv de Paolo Sorrentino en esta película es justamente pintar un fresco sobre el concepto de la Nada a través de algo tan flexible a la subjetividad como es la Belleza.
En cuanto a ideas estamos ante el primer film comparable con La Dolce Vita, aunque mientras Fellini retrata el fin del humanismo con absoluto desencanto, Sorrentino todavía permite escuchar los últimos suspiros agonizantes de esperanza de este movimiento renacentista depositadas, esto sí, sobre formas vacías de significado y, sobre todo, en la voluntad ciega del ser humano para no ver este hueco.
Por esto, parte del discurso de película va enfocado en definir la vida como una circunstancia pasajera. Con un tono tan cáustico como irónico, a través de diversos pasajes Sorrentino se dedica a metaforizar la vida como un número de magia, en el sentido en que resulta atractivo para aquellos que se entregan al espectáculo y quieren ver el milagro, pero decepcionante para los que no pueden evitar recordar que sólo están delante de una falsedad, de un truco. El entramado idiosincrático del film está lleno de personajes que viven esta transformación de iluso a cínico a medida que van asumiendo que su vida y sus actos son insignificantes.
Para reforzar esta idea, el director italiano recurre en repetidas ocasiones a la presencia de la muerte y la pérdida, circunstancias que trata como un final abierto de poca trascendencia real en el conjunto, reforzando esta idea de que si ni tan solo la muerte es capaz de ejercer una influencia drástica en la vida no hay nada más que pueda hacerlo. El monólogo de Gambarella explicando su ritual de acción en un funeral es brillante porque es la escena que mejor representa el encorsetamiento de las relaciones humanas en puros formalismos mecanizados y su consecuente transformación en actuaciones teatrales que, por reiteración, han perdido su valor.
Precisamente la correlación entre forma y significado es la baza de Paolo Sorrentino para crear un telón de fondo consistente y complementario al desarrollo de sus personajes. Como decía al principio, la película diserta sobre la Nada y esta nada la busca en el placer estético que brinda la belleza. Por este motivo el arte –en definitiva el ejercicio de expresión de las emociones a través de las formas– tiene un peso tan elemental en la película. La manera como el director abre La Gran Belleza es un reflejo de sus intenciones, pues transita por dos escenarios harto distintos que, sin embargo, vistos con la abstracción que imprimen la dilatación del tiempo y la mirada frívola de la cámara, empiezan a resultar extrañamente arbitrarios e incluso parecidos. Sin tan solo presentar el protagonista ni insinuar una trama, Sorrentino ya revela uno de los puntos clave de su tesitura: una discoteca y un parque de esculturas tienen el mismo valor, que puede ser mucho o ninguno, pero ambos ofrecen un tipo de belleza que puede ser igualmente placentera, estimulante o grotesca. ¿O a caso, no son un japonés que admira una escultura sin entenderla y un hombre que observa gente bailar desde un rincón dos expresiones visuales de la misma idea?
Pero si los elementos son importantes, igualmente lo es el escenario. Roma, a raíz de su historia, se ha convertido en el paradigma de la caída del hombre, donde conviven la excelencia de un antiguo imperio con la decadencia retratada por neorrealistas como De Sica o Rossellini en obras maestras como El ladrón de bicicletas o Roma ciudad abierta, respectivamente, o por Fellini en la ya mencionada La Dolce Vita de la que tanto bebe La Gran Belleza. En varios momentos de la película, Paolo Sorrentino abandona sus personajes a merced del espacio, creando retratos grotescos en los que contrastan el arte de la antigüedad con la vacuidad contemporánea (representada en forma intelectuales postizos o en nuevas formas de arte posmoderno que tan a menudo parece carecer de sentido), hasta culminar en este plano secuencia por el río que acompaña los créditos que, a pesar de las dos horas y veinte de deambular sin rumbo, todavía nos hace creer que nos va a llevar a alguna parte.
Una Crítica de cine de Gerard Fossas.
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