El director Hugh Hudson se ha convertido en uno de los mayores exponentes de un cine de qualité tan académico como aburrido.
Gran parte de su prestigio se lo debe a Carros de fuego, una cinta sobre los atletas Harold Abrahams y Eric Lidell que se beneficiaba del estupendo guion de Collin Welland y la banda sonora firmada por Vangelis. No obstante, obras posteriores como Greystoke, la leyenda de Tarzán, Revolución y, especialmente, la plomiza Soñé con África no alcanzaron la repercusión de aquella oscarizada cinta.
Altamira no parece que vaya a revitalizar la carrera cinematográfica de Hudson, aunque nos encontremos ante un tipo de filme habitual en su trayectoria: la película de época. El realizador británico aborda con sosa pulcritud la historia real de Marcelino Sanz de Sautuola, un abogado y arqueólogo amateur que descubrió gracias a su hija María la que hoy es considerada la obra artística más importante de la Prehistoria. No obstante, el empeño de este hombre, antepasado de la familia Botín, se encontró con la oposición de la Iglesia y algunos expertos en la materia de su época. Solamente después de su fallecimiento se reconoció la importancia de su hallazgo.
Hudson y sus guionistas caen en todos los errores comunes de este tipo de productos con coartada cultural. En gran parte de su metraje, la película parece un conjunto de postales de la popular cueva y los hermosos parajes cántabros al que le han añadido una historia que nunca acaba de estar a la altura del decorado.
En primer lugar, el protagonista está retratado como un hombre sin mácula que defiende el conocimiento moderno frente a una sociedad excesivamente tradicional. Parece casi un santo laico al que el español Antonio Banderas imprime más entusiasmo que verdadera credibilidad.
Por otra parte, el enfrentamiento conocimiento/ciencia versus Iglesia está abordado de una manera demasiado obvia. Lo mismo se puede decir de la forma en que se abordan los problemas matrimoniales de Sautuola con su esposa, una mujer presionada por un religioso que se opone a las ideas de su marido. Tampoco acaba de funcionar la inclusión de elementos fantásticos, presentes en las ensoñaciones de la pequeña María, que parecen un simple relleno para lograr que la película logre una duración estándar.
A todo ello hay que añadir los inconvenientes derivados de una producción internacional con actores de a diferentes partes del mundo. A este respecto cabe reprochar las elecciones de un patético Rupert Everett, excesivamente histriónico como un monseñor rancio, y la bella actriz iraní Golshifteh Farahani, que resulta poco creíble como mujer española.
En resumen, Altamira es un verdadero fracaso como largometraje, aunque deje constancia de la grandeza del paisaje y la maestría de unas pinturas que son consideradas como la ‘Capilla Sixtina del Cuaternario’.
Crítica de Altamira
Hudson y sus guionistas caen en todos los errores comunes de este tipo de productos con coartada cultural. En gran parte de su metraje, la película parece un conjunto de postales de la popular cueva.