Puntuación:
Ineficaz adaptación de una novela homónima de Agatha Christie que no va más allá de ser una torpe ilustración de una intriga detectivesca.
“Para mí el misterio es raramente suspense; por ejemplo, en un whodunit , no hay suspense sino una especie de interrogación intelectual”.
Las palabras del gran Alfred Hitchcock resumen el poco aprecio que sentía el director por aquellas tramas que basculaban casi exclusivamente sobre la identidad del autor de un asesinato. Quizá por esa razón nunca adaptó a la afamada Agatha Christie, la indudable maestra del subgénero, y prefirió hacerlo con su rival, la norteamericana Patricia Highsmith, una escritora más centrada en los personajes turbios y los ambientes enrarecidos que en la resolución de particulares enigmas. El resultado fue la espléndida Extraños en un tren.
El principal problema de este tipo de intrigas detectivescas reside en que se adscriben a una fórmula que se repite con pocas variantes. En el caso de las novelas de Christie, nos encontramos con crímenes en el que casi todos los personajes son sospechosos y donde los numerosos giros son el gran efecto especial de la función. La escritora juega con el lector que pretende desentrañar el mismo las claves del misterio. El resultado son novelas que pueden ser efectivas como entretenimiento, pero que pocas veces van más allá. Quizá por ello las adaptaciones al cine de las obras de la popular escritora inglesa solamente han brillado cuando han sido adaptadas por directores que eran más que meros artesanos.
Es el caso de Billy Wilder en la magistral Testigo de cargo, Sidney Lumet responsable de la primera versión de Asesinato en el Orient Express, o René Clair, que se encargó de filmar para la gran pantalla la muy famosa Diez negritos.
La casa torcida no se encuentra precisamente en este grupo de títulos que han sacado oro de las historias nacidas en los libros de la británica. Gilles Paquet-Brenner, firmante de las poco ilustres La llave de Sarah y Lugares oscuros, se limita a ofrecer una mortecina ilustración de una trama repleta de sorpresas sin aportar nada destacable ni crear la necesaria atmósfera enrarecida.
El director se equivoca al escoger una fotografía demasiado oscura que quiere reflejar la turbiedad moral de la rica familia de un patriarca muerto en extrañas circunstancias, pero que solamente impide apreciar lo que ocurre en pantalla. Tampoco parecen de recibo algunos forzados ángulos de cámara sin razón aparente o decisiones de montaje poco menos que absurdas.
A todo ello hay que añadir una dirección de actores poco memorable. Max Irons compone un detective demasiado impasible, mientras Gillian Anderson y el siempre ineficaz Julian Sands exacerban demasiado el patetismo de un matrimonio de artistas frustrados. Solamente Glenn Close, en un papel de tía que bascula entre lo irónico y lo trágico, se salva de la quema en este soporífero whodunit.