Puntuación:
El protagonista de 'Gladiator' y 'Una mente maravillosa' es lo único destacable en una cinta llena de verdaderos despropósitos que se limita a seguir la tradición de la magistral 'El exorcista'.
El exorcista (Friedkin, 1973) sigue siendo la película fundamental de las posesiones, aunque hayan pasado medio siglo de sus estreno. La mayoría de los largometrajes que han abordado el asunto ni siquiera se han acercado a sus logros y, en la mayoría de los casos, se han limitado a imitarla de mala manera.
El exorcista del Papa es una de esas obras que sigue fagocitando aquel título fundamental del cine de terror. Aquí la excusa es abordar la figura de Gabriele Amoth, un sacerdote que se convirtió en el mayor oficiante de las expulsiones de demonios en personas. El religioso tuvo una relación especial con el máximo pontífice de Roma.

No obstante, a pesar de contar con una base supuestamente real, el filme rechaza cualquier tipo de verosimilitud. Sin embargo, no es el gran problema. Quizá lo más terrible sea que no aporta nada importante respecto al filme de 1973. Aquí se nos muestra como Amoth se enfrenta a un caso en el que tendrá que enfrentarse a una posesión diabólica de un niño estadounidense que vive con su familia en una vieja abadía en España.
La película vuelve a utilizar todos los artificios propios de este tipo de cintas, donde nos encontramos a un poseído que habla idiomas que no ha aprendido, vomita cosas desagradables y su piel se expresa en ocasiones mejor que su boca. Aquí se suma también un cierto aroma de la serie Indiana Jones, presente en los elementos casi de tesoro perdido que aparecen en el filme. Lástima que nada sorprenda demasiado y sea una mera copia de la copia.

A pesar de ello, no es lo peor. El largometraje, dirigido por Julius Avery (Overlord, Son of a Gun), hace gala de unos efectos visuales que cantan soleares digitales y solamente aportan algo más de efectismo a un producto de usar y tirar. A ello se suman la escasa entidad de los personajes secundarios y la falta de credibilidad a la hora de recrear la Castilla de los ochenta y el viejo lugar donde transcurre la acción principal, que parece más propio de un edificio inglés.
Dentro del despropósito general, destaca el trabajo de Russell Crowe, que aporta su presencia y saber hacer a un cura divertido que viaja en moto. Una lástima que sea lo único salvable de una película derivativa que no se atreve ni siquiera de una idea apenas apuntada: que un religioso poseído se pudiera infiltrar en el Vaticano.
