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El director y guionista Erwan Le Duc inyecta poesía, humor y sensibilidad a una historia que puede parecer ya vista.
La historia de una hija o hijo que crece junto a su padre cuando la madre de ella y la pareja de él les abandona es casi un subgénero en el cine. No hay amor perdido, en este sentido, no ofrece un punto de partida original, pero sí las maneras y la sensibilidad con las que el francés Erwan Le Duc desarrolla esta pequeña, pero agradable obra.

Resulta curioso a este respecto la habilidad con la que el realizador francés muestra la historia de amor entre los progenitores de la adolescente protagonista. Sin casi diálogos y con un dominio estupendo de la elipsis, nos enseña la particular atracción de dos seres humanos jóvenes que acaba con el nacimiento de la niña de ambos. El cineasta refleja perfectamente la locura de ese sentimiento irracional que, sin embargo, finaliza de manera abrupta.
Después, la cinta se centra en la particular crisis que surge cuando la hija se convierte en adolescente y prepara su partida para estudiar en la universidad, mientras el padre se plantea ir a vivir con su nueva amante. La resistencia a separarse de manera más prolongada y la sombra de esa mujer que les abandonó a ambos se hará aún mayor.

El director aborda esta historia con humor, unos diálogos que en ocasiones respiran poesía sin caer en lo cursi y una querencia por incluir momentos al borde del absurdo para descargar de momentos dramáticos al conjunto. Le ayuda en su cometido una espléndida banda sonora de Julie Roué.
No obstante, nada funcionaría sin el estupendo trabajo de Nahuel Pérez Biscayart, espléndido como padre comprensivo y cariñoso, y Céleste Brunnquell, perfecta en el papel de la retadora adolescente. Ambos logran hacer real esta relación padre-hija en una cinta deliciosa que hace de su pequeñez su gran valor.
